Instantáneas de un viaje fugaz
Tomamos un micro a
Verónica. Una hora y media: $50. De ahí nos levanta un 520
disfrazado de línea comunal hasta Punta Indio. Al ratito nuestros
pies estaban sobre un larguísimo brazo de tierra clara y liviana.
Lotes inmensos, casas ni muy grandes ni muy chicas y jardines
profundos.
Por una callecita
recortada de verdes encontramos a Pablo. Cuerpo enfundado en deporte,
con remera de neopren y pantalones cortos. Su casa de madera, como
muchas acá, está elevada un metro sobre el suelo. Me encantan esas
construcciones. Algún día quisiera tener una así. El año pasado
construyó otras dos para alquilar a los turistas. Ahí nos quedamos.
Le comento a Dani que para dos días el espacio nos sobra y que sería
lindo acostumbrarnos a vivir con menos; así, con la dimensión
más ajustada. Sin tantas cosas, porque no habría lugar para
acumular más que lo necesario para el presente.
Nos suenan los
teléfonos. Movistar y Personal nos dan la bienvenida a “Uruguay”,
porque como no extendieron la señal, agarramos muy mal la del país
vecino. Entonces nos avisan que los mensajes nos van a salir ocho
veces más... y recordé que los límites nacionales están hechos
para que las empresas te chupen más y más dinero. Sí, viajar te
refresca varias cosas...
Siempre que salgo y me
instalo en otro lado, le digo casa. Creo que esa facilidad es una
virtud. Con pocas comodidas, dependiendo si estoy en camping o bajo
techo, me puedo sentir a gusto enseguida. (En camping siempre
observo: que haya un enchufe cerca, alguna piedra lisa -si no hay
mesas- para cocinar y que el predio tenga algún lugar cubierto por
si se viene una de esas tormentas a las que no les das importancia
hasta que te vuelan la carpa y ves como un rayo parte el árbol que
tenés cerca. A veces sólo un baño grande puede servir de refugio,
en otras hay quinchos, una despensa, etc. Bajo techo -casi- todo está
asegurado y el enchufe se vuelve prescindible porque si hay velas, no
hay viento que te la apague).
Revoleamos las cosas y
salimos a buscar al río. Caminamos hasta una calle con final,
de casas abandonadas y arbustos que copaban todo. Había un chiquero
libertino, sin corral. Por meterme a una de esas casas que me
encantan porque la naturaleza les ganó, terminé al lado de un
chancho echado que gemía fuerte y jedía peor. Me acorde de las
historias de campo de gente que por supuesto nunca conocés: al tipo
que la chancha recién parida le comió una mano, al otro que le
falta una pata por meterse donde no debía y salí corriendo.
Decidimos buscar otro
camino para llegar al agua.
Cuando entré, me
enlodé hasta los tobillos. Nos pasamos buena parte de la tarde
viendo cómo el barro se secaba en mis pies, pasando de un marrón
húmedo a un gris seco. Me sentí en la piel de un elefante:
áspera, rugosa, con los pliegues bien marcados. A las 6 de la
tarde empezó a subir la marea. 10, 20, 50 metros y casi llegó a
nosotros. Da empezaba a leer La mujer habitada, libro que había
leído hace mucho y que a mí la semana anterior terminó sacándome
légrimas, deseos y sueños extrañísimos. El lo tenía, lo buscó y
se metió a nadarlo otra vez. Yo estaba con Naturo, sexta cosa que
leo de Guillo de Posfay. Y ya no tengo dudas de que cada encolado que
hace con sus manos me va a sacar a un viaje del que vuelvo con la
cabeza inquieta y las manos con ganas.
Alcanzamos la paz que
los días anteriores nos venían debiendo. De vuelta a la cabaña
pasamos por un vivero y una señora nos alcanzó al grito de
“¿consiguieron dónde quedarse?”. Creí que nos iba a ofrecer
alojamiento y no; ella se acordaba de nosotros por una conversación
entre el micrero que nos trajo y el señor al que yo le iba
preguntando por el pueblo.
-¿Dónde los vas a
dejar?
-Acá nomás. El micro
frenó y ahí arrancó nuestra caminata hasta encontrar a Pablo.
Y la señora, como
ahora pienso todo el micro, se acordarían de los dos turistas de
noviembre que andaban con bolsas de compras, mochila multicolor y un
hermoso decsonocimiento del lugar.
En la despensa el
carnicero me cuenta que acá la pechuga sola “no sale” porque a
las señoras no les rinde y que comen lomo porque ellos no lo
remarcan como en las ciudades. Que el pollo de campo ahí ya no
existe y que si alguien me lo ofrece, no lo dude, me está cagando.
Por la despensera me enteré que la hija menor de la vecina cumple
15. Pablo dice que el año pasado no vino mucha gente y que este
febrero fue peor por las lluvias que alejaron a los turistas.
Como los pies me los
lavó la marea alta, no me bañé. Y sentí un placer extraño.
Durante toda la tarde pensé que era la primero que iba a tener que
hacer cuando llegara. El barro se había puesto duro como arcilla.
Tomamos unos mates. Hicimos el amor y acordamos que el otro diciembre
yo arranco por tierra con Bren y Joh por Bolivia, Perú, Ecuador
hasta la Colombia que ya imagino por los relatos de mi amiga y que si
tiene que ser, ahí nos encontraremos en marzo.
Sacamos la mesa y
comimos rico afuera de la cabaña con los dos perritos que nos
siguieron en la playa y me hice amiga: chich y rengo. Da dice que no
le gustan y yo le aconsejo que los quiera porque él es perro en el
horóscopo chino.
Terminé Naturo a las dos de la mañana con unas ganas dulce de viajar. Sabiendo que la fecha de partida sin vuelta prefijada está maś cerca.
Me desperté a la
madrugada con pinchazos fuertes cerca de la vejiga del lado derecho.
Era un ovario trabajando. Me vino: volví a acostarme contenta con la
noticia. Hace varios meses, después de pasar seis sin menstruar y de
que se me regularice, experimento esa sensación.
Se que soñé. No me acuerdo qué. Cosa
frecuente. Sólo se que estaba naufragando en caras conocidas: viejo,
vieja, amigas, amigos.
Esta vez fuimos tarde a la playa. Sin
chicho ni rengo. Conocimos a llavero, el tercero. Dani dijo que
escuchó al dueño llamarlo así y no sé por qué, le creí.
De camino, escucho el ronquito
adolorido de una cortadora de pasto. Ese mismo ruido me iba a
despedir al otro día. En Punto Indio hay mucho pasto para cortar. Es
un pueblo de tierra, verdes abundantes y aguas marrones. Miro el Río
de la Plata y trato de acordarme, sin lograrlo, al responsoble del
verso de que al río le pusieron así porque es plateado. ¡Mierda!,
esta es agua marrón, dedse lo profundo a la superficie. Río de la
Plata le dijeron porque por acá nos chorearon todo desde que
invadieron.
La tarde del sábado la playa es una
fiesta de gente. Jugamos a adivinar de dónde vendrían. ¿Verónica?
¿La Plata? ¿Buenos Aires? ¿de acá? ¿tantos, de acá? ¿dónde
estaban ayer?
Nos metemos por unas callecitas verdes
del otro extremo del pueblo. Voy siguiendo carteles en madera
pintados que indican como guiños: resto, helados, camping. Caminamos
en zig zag y no encontramos más que la belleza de esos laberintos de
flora pesada y exuberante. Fue lo más parecido a sentirme Alicia en
el país de las maravillas sin el tipo desagradable que imagino lo
escribió.
Los días de vuelta no siempre son
tristes. Hacemos unos mates a la sombra en cualquier esquina de la
calle principal, sabiendo que el micro va a parar donde estuviéramos.
En la cola del 520 un señor se pasa de
amable a terco. Quiere que suba antes que él, cuando yo estoy
después. Amabilidades que nos salen caras al género, pienso
y enseguida me acuso con que me estoy pasando de troska.
Le agradezco y con un gesto lo invito a
que siga su marcha: “Vos sos mujer, dale, vos primero”, “¿qué
tiene que ver que sea mujer?”, le contesto lo más sonriente que
pude. Vuelvo a agradecerle, señaló la cantidad de asientos vacíos
que quedan todavía y remato “suba nomás”. Ahí el don se
impacienta y se sinceriza: “¡Es que yo soy antiguo nena!”. Con
esa frase parece querer justificar el mundo y que nadie resople. Si
nací después, ¿me jodo?.
Y subo. Me da pena (no sé quién más,
si él o yo que termino adelante). Pot un segundo siento que extendí
la charla, que otra vez me salta la troska en un simple encuentro del
micro y que podría haber callado, sonreir femeninamente al hombre,
aceptar agradecida y que capaz me mire la retaguardia.
Después recuerdo que creo que las
luchas estrcuturales se dan en el plano cotidiano, en el acto más
hormiga. Y que debí ganarle al viejo con alguna explicación
razonable de las que se me vienen ahora a la cabeza. Que una ley no
hace nada sin un cambio cultural y que el machismo también se
esconde detrás de la caballerosidad con la que pocas veces me
siento cómoda...
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